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ALACENA

El Arcediano, Relato Histórico

Publicado: 22/07/2017


 

Sentado en el duro banco de piedra adosado a la pared de la pequeña iglesia, construida con sólidos y bien labrados sillares de cantería, aprovechando su sombra y vigilado de lejos porla Sierrade Valdemeca, descansaba el clérigo de la catedral de Santa María de la dura caminata emprendida de madrugada, antes de amanecer en Albarracín. El camino hasta Royuela le había parecido suave y placentero: el sol parecía tener pereza y sus rayos tardaron mucho tiempo en despertar. Pero la vieja ruta por la árida planicie, después de superar las primeras escabrosidades a la sombra del gran Javalón, impuso al caminante, pese a su juventud, el peaje de la fatiga y del cansancio. Rodeado de las rústicas y pequeñas casitas que a su alrededor parecían ofrecerle custodia y amistad, pretendía recuperarse del repentino desfallecimiento propiciado por el calor sofocante del medio día. Sin más hato que unas reducidas alforjas de márrega, en las que guardaba su breviario y un pequeño y seco mendrugo de pan casi desmigajado, confiaba en poder recuperar fuerzas con distinto y mejor yantar.

Estaba en El Cañigral, donde se bifurca el camino en direcciones distintas: hacia la izquierda o Levante, poco transitada por conducir hasta el valle del río Ebrón, todavía dominado por los moros de los castillos de El Cuervo, Castielfabib y Ademuz, y hacia la derecha, al Poniente, cruzando el río Cabriel en dirección a Cañete, tierra recién conquistada por don Pedro Ruiz de Azagra y adosada con avaricia a su Señorío Independiente de Albarracín.

Excepcionalmente, los habitantes de El Cañigral estaban encerrados en sus casas protegiéndose de la fuerte canícula; pocos eran los días que, como en éste, había que preservarse de los agostadores rayos de sol.

Repuesto de su fatiga, el clérigo caminante se decidió acercarse a la casa más cercana a la iglesia, parecía ser la más acogedora y la sombra de un decrépito olmo junto a su puerta invitaba a franquear su entrada. Agitó su picaporte, invocó a lo cristiano y esperó expectante la respuesta.

—¡Ave María Purísima!

—¡Sin pecado concebida— replicó inmediatamente una voz masculina desde el interior, donde apenas se dibujaba en la penumbra la silueta de un hombre de mediana edad, alertado ya por el previo sonido de la aldaba.

La respuesta —también a lo cristiano— tranquilizó al religioso que decidió hacer su presentación.

—¡La paz de Dios sea con vos! Soy Anselmo, canónigo de Santa María de Albarracín. Me dirijo a Cañete por orden de nuestro obispo Martín que me ha distinguido nombrándome arcediano de aquella iglesia.

Sin manifestar extrañeza, pero conocedor del camino, el hombre quiso alertar al viajero, adivinando en él cierta bisoñez.

—¡Os espera otra media jornada y necesitaréis recobrar fuerzas! ¡Entrad y seáis bienvenido a esta casa!

El hombre que invitaba a entrar se dedicaba al pastoreo y, muy avezado en su oficio, había dejado el ganado bajo un viejo y copudo nogal, aprovechando las casi tres horas del normal sesteo de las ovejas, y acudido a casa para protegerse de la tórrida calina y comer en la compañía de su mujer y de su hija. La llegada del Arcediano interrumpía parcialmente sus planes y les alteraba su monótona estancia. Y también suponía para ellos, fieles al ritual hospitalario, compartir con agrado la comida y el descanso.

Desde que Pedro Ruiz de Azagra se instituyera Señor de Albarracín, esta ruta hacia el Sur había convertido a El Cañigral en un lugar especialmente seguro. Y Fortún, que así se llamaba el pastor y dueño de la casa con el decrépito olmo a la puerta, se había convertido en el solícito servidor de los viajeros solitarios y casi siempre sin provisiones dispuesto a ofrecer un cuenco de la leche de sus ovejas para dar ánimos y fuerzas a cuantos por obediencia, unas veces, y por insumisión al Azagra, otras, traspasaban los límites del Señorío de Albarracín para adentrarse en Castilla.

Pronto acudieron a saludar al Arcediano Rebeca, la esposa de Fortún, y María, la hija de ambos. Y, mientras las dos mujeres imploraban de hinojos la bendición del presbítero, Fortún, provisor y más atento a lo material, sabedor del largo camino que le esperaba y de la aspereza de la ruta hasta llegar a Cañete, metía a hurtadillas en las alforjas de márrega que colgaban de los hombros de su huésped un buen trozo de torta crujiente y recién hecha al rescoldo de la lumbre del hogar.

Pasaron a una pequeña estancia que hacía el oficio de comedor donde, iluminada por la luz de un pequeño ventano, a través del cual se avistaba a lo lejos la altiva Muela Gayuvosa de Zafrilla, aparecía una rústica mesa muy bien aviada y surtida.

El camino de la derecha descendía bruscamente por un valle cubierto de esbeltos y gruesos pinos cuyas sombras iban a ayudar al Arcediano a serpentear sin demasiada fatiga su zigzagueo hasta vadear el río Cabriel y pasar a la otra orilla donde las olorosas sabinas que abovedan otro valle ascendente detendrían los enfrentados rayos del sol y mitigarían el esfuerzo que suponía llegar hasta lo más alto del Collado dela Peraleja, balcón al gran valle de las salinas de Fuente Manzano, que conduce hasta Cañete.

El canónigo de Santa María, el nombrado arcediano de Cañete, nunca había aceptado la actuación de Pedro Ruiz de Azagra respecto a la formación del Señorío Independiente de Albarracín entre Aragón y Castilla ni tampoco la decisión de constituirlo en obispado independiente desobedeciendo al papa Adriano IV que ordenó su incorporación a Zaragoza. Siempre pensó el buen clérigo que, como les había advertido otro papa, Alejandro III, —“quia vero non est permissum laicis sanctuarium Dei possidere— don Pedro Ruiz no podía adjudicarse el derecho a tener santuarios de Dios, cosa que no estaba permitida a los laicos.

En su descenso hacia la gran hoya cubierta de secos rastrojos y de algún pequeño huerto verde el Arcediano refrescó su boca en el corro del agua de la fuente de Henarrubia que llenaba los tornajos que servían de abrevaderos a los ganados y, siguiendo la caída del agua que rebosaban, llegó hasta las balsas de las salinas donde sus blancas pilas parecían querer impresionar. Ante ellas evocó el gran poder sazonador y conservante de la sal y lamentó que no hubiera cantidad suficiente en el mundo capaz de aliñar, sazonar y dotar de preservación a la decisión de Don Cerebruno, Arzobispo Primado de Toledo, que, sin ningún fundamento, siguiendo la voluntad del Azagra y con el exclusivo apoyo del rey de Navarra, conseguido más por la adversidad al obispo de Zaragoza que por convencimiento, instaura la nueva diócesis la adjudica a la metropolitana de Toledo, identificándola por conveniencia del momento con la sede de la primitiva Arcábriga cesaraugustana.   

Tan sin fundamento apoyó el Primado la creación de este nuevo obispado que pronto quiso robustecerlo y cimentarlo mejor cambiando su denominación para hacerlo                                                                                                                                                llamar Segobricense, cayendo en otro grave error al pretender encontrar motivos en la división de Wamba para identificarlo con Segorbe, todavía en poder sarraceno, por la similitud fonética y porque por interés convenía ubicar a Segóbriga lo más hacia Oriente posible. No podía el Arcediano aceptar tanta incongruencia en aquellos a quienes estaba obligado por respeto y obediencia.

Mientras estas cosas pasaban por su mente, se dio cuenta de que había que acelerar el ritmo de sus pasos porque, aunque el terreno era llano, levemente inclinado hasta Cañete, siguiendo al arroyo de Henarubia, quedaban casi dos leguas de camino y estaba oscureciendo.

Pedro Ruiz de Azagra nunca se reconoció vasallo de los Reyes de Aragón ni de los de Castilla sino que se declaró, únicamente, vasallo de Santa María. Por lo que el paso de la dominación árabe al dominio cristiano tuvo para las tierras de Albarracín una solución tan audaz e inesperada como única en todala Reconquistaespañola. Por esta razón intranquilizaban al arcediano las impredecibles consecuencias que podrían originarse en la región, tanto en la cuestión civil como en la eclesiástica, por la decisión del recién nombrado papa Lucio III de llevar a cabo la unificación de las viejas diócesis de Arcábiga y Valeria y de  nombrar obispo a Juan Yáñez con una única sede en Cuenca, recientemente conquistada por Alfonso VIII, porque ello obligaría a delimitar su jurisdicción con Albarracín. El que a la formación de un estado cristiano independiente entre los reinos de Aragón y Castilla hubiera seguido la constitución de una diócesis desligada de Zaragoza y dependiente de Toledo con clara desobediencia al papa intranquilizaba al Arcediano. Y con esta sensación entró en la villa de Cañete, bien entrada la noche, comprometido en el cumplimiento de la misión encomendada por su obispo Martín.

El arcediano Anselmo, sin renunciar a la canonjía en la catedral de Albarracín,   se puso a disposición del obispo de Cuenca. Pretendía, así, terminar con la sensación de sentirse cómplice en la desviación del  obispado de Albarracín.

Gracias a su actividad, en muy poco tiempo se multiplicaron las iglesias de Cañete por todos sus términos. Desde El Cañigral hastala LagunaBernaldety desde Huélamo al río Cabriel surgieron capillas y pequeños poblados; y sólo este río impedía la expansión hacia el Oriente porque la otra ribera era todavía tierra irredenta en poder sarraceno.

En 1187, Alfonso VIII, después de avanzar entre el Júcar y el Cabriel, de afianzar la zona de Iniesta, de Minglanilla y de Motilla y de sofocar la revuelta de Sotillos, por primera vez quiso poner freno a la ambición del señor de Albarracín. El rey castellano, declarándose dueño de Cañete y de las salinas de Fuente Manzano,  cede su utilidad y los derechos de Portazgo a la villa y designa su diezmo a la iglesia de Santa María de Cuenca. Era el primer contratiempo que recibía el Señor de Albarracín que, desprovisto de razón y de fuerza, no tuvo más remedio que aceptar la imposición del  rey de Castilla..

Esta  decisión del monarca castellano fue aprovechada por el obispo y cabildo de Cuenca que, incitados por el Arcediano, urgieron al obispo de Albarracín una revisión de los límites entre las dos diócesis. Tras dos años de estudios y averiguaciones, en una reunión celebrada en Uclés, el 7 de noviembre de 1190, con la presencia del rey, del conde Sancho, del conde Pedro, del señor Tello y de Fernando Ruiz de Azagra, segundo Señor de Albarracín, es leída una carta por el obispo Segobricense de Albarracín en la que, “de acuerdo con el Capítulo de Santa María de Albarracín y ante las numerosas declaraciones de los antiguos y el claro testimonio de los modernos, se declara que la iglesia de Cañete y todas las iglesias de su territorio están orientadas y pertenecen por derecho diocesano al episcopado Valeriense y, por lo mismo, a la iglesia de Cuenca a donde por instrucción del señor Papa la sede de Valeria ha sido trasladada y cambiada. Y, —continúa Martín, primer obispo de Albarracín— como estas iglesias durante algún tiempo retuvimos poco lícitamente, libre y en paz devolvemos la posesión de las citadas iglesias de Cañete y de sus términos a vos, señor Juan, por la gracia de Dios, obispo de la iglesia de Cuenca, para que realmente le pertenezcan y le sigan perteneciendo para siempre”.

Esta asignación de la iglesia de Cañete a la nueva diócesis de Cuenca, adjudicándole la primitiva jurisdicción de Valeria, vino a establecer que la línea Sideral, Cañete, Alpuente era la divisoria de las antiguas provincias y sentó un precedente que los obispos de Cuenca iban a tener en cuenta porque aclaraba en gran parte los límites entre Arcábiga y Valeria; o lo que era lo mismo, entrela Provincia Cesaraugustana en cuya jurisdicción estuvo la primitiva Arcábiga yla Provincia Cartaginense que incluyó a Valeria.

Poco tiempo después, ante esta seguridad jurisdiccional, el primer obispo de Cuenca, Juan Yáñez, hace uso de la concesión real y entrega para el vestuario de los canónigos de Cuenca la mitad de los diezmos del portazgo, de las quintas y de las salinas de Cañete. El rey, siempre atento a las necesidades dela Iglesiade Cuenca, mostró su complacencia por este gesto que pretendía suavizar la penuria del Cabildo y quiso asegurarlo renovando y confirmando para siempre el privilegio concedido a Cañete y al obispo y Cabildo de Cuenca diez años antes.

Cuatro meses más tarde muere el obispo Yáñez y el nuevo obispo Julián, con el mismo afán que lo hiciera cuando fue arcediano de Toledo, mandó construir ermitas junto a primitivas rutas árabes por tierras Cuenca. La sumisión y obediencia ofrecida por el Arcediano al nuevo obispo, con la misma presura con que lo hiciera con su predecesor, determinaron que el obispo Julián le manifestara su voluntad de trasmitir a los Hermanos de Calatrava la intención de construir una ermita troglodita en la heredad que habían recibido del conde don Pedro Manrique de Lara en tierras de Cañete. Y, habiendo asumido su responsabilidad episcopal en tiempos de carencia y de necesidad, debido a que la sequía había dejado los campos yermos y los trojes vacíos, implicó al Arcediano, que se comprometió igualmente en su mismo interés por los más necesitados.

Los apuros materiales llegaron también al Capítulo de canónigos, que apenas tenía ingresos para su sustento, y dieron la oportunidad al obispo Julián de demostrar su sensibilidad y su desprendimiento. Completando el acto de su antecesor, que había entregado una mitad de los diezmos al Capítulo de canónigos, asesorado por el Arcediano, les entrega la otra mitad restante para que dispongan en su totalidad de los diezmos del portazgo, de las quintas y de las salinas de Cañete y hagan frente a sus necesidades de vestido y de comida.

 

Las estrictas normas impuestas por el maestre Pedro González impedían el acceso a cuantos no mostraran el salvoconducto real. Habían pasado veinte años desde que Alfonso VIII ordenara la puebla y fortificación de Moya, tiempo suficiente para haber conseguido una alzada de sus murallas capaz de ofrecer el acceso sólo a través de alguna de las siete y muy controladas puertas de la villa. De aquí que la nueva estrategia dela Ordende Santiago consistía en un recio control del recinto, convertido en el estratégico bastión ofensivo y de vigilancia mas adelantado de la frontera con los árabes de Valencia, y en una dura vigilancia de sus entradas. 

Al haberse recuperado, comenzada la reconquista, el sistema monárquico dela HispaniaVisigoda, éste se implantó como institución patrimonial y de enfeudación. Y, como tal, el maestre de Santiago, blandiendo cesiones, favores y prerrogativas reales, sólo permitía al clero desprovisto de rango y dignidad franquear libremente los postigos de la nueva villa.

Como si la encrestada y medio fortificada meseta de Moya, rodeada de las majestuosas prominencias del Pico Ranera, del Javalambre, dela Sierrade Mira, del Monegrillo y dela Sierrade Santerón, hubiera difundido altivez y soberbia al entorno, aparecía la postura hierática, fría y exigente del Comendador dela Ordende Santiago que contrastaba con la —aparentemente— apocada y humilde del Arcediano Anselmo, que se había trasladado a Moya por mandato del nuevo obispo de Cuenca, Gonzalo. La escasez de debates y disputas durante los treinta años de estancia en Cañete y su empeño por amojonar las competencias sin arrogancia habían marcado y configurado su estilo y definido su conducta. Frente a la exigencia del Comendador, el Arcediano precisaba independencia para sí y para sus visitantes de cualquier rango o condición, actitud que consideraba irrenunciable para llevar a cabo la misión encomendada en Moya.

  Quiso tener su residencia apartada de la casa del Comendador y exigió total autonomía. Atribuible a que nadie había interferido en sus acciones, estaba satisfecho de la labor desarrollada en Cañete; de aquí que pensara que sólo la independencia en su nuevo destino lo convertiría en la persona adecuada y capaz de dirigir, gobernar, administrar y defender en nombre del obispo de Cuenca los derechos de las nuevas iglesias surgidas.

 

Conocían los Santiaguistas la animosidad del arzobispo don Rodrigo Giménez de Rada al obispo de Cuenca don García y las malas artes empleadas en el juicio eclesiástico de Burgos para conseguir del tribunal la aprobación de sus demandas y ambiciones: la sustracción de los abogados, su reclamación de expolios, la falsificación de documentos, la petición de las expensas y frutos correspondientes a las iglesias de Moya desde 1211, su derecho exclusivo de exigir y la precipitada entrega en feudo de estas tierras en litigio a su primo Gil Garcés antes que la comisión nombrada por el tribunal, única con capacidad de decisión, determinara si las iglesias correspondientes a los castillos de Serreilla, Santa Cruz y Mira y los derechos diocesanos de la naciente Moya deberían asignarse a Cuenca o seguir en Albarracín.

El Comendador de Santiago había recibido de Fernando III plenos poderes en Moya y no tuvo inconveniente —pese a su rango y autoridad— en impedir la entrada  en la villa al arzobispo de Toledo, Rodrigo Giménez de Rada, y al obispo de Albarracín, Domingo, de paso por estos lugares para el cobro de la establecida marca de plata y el establecimiento de suficientes populaciones que les garantizaran para siempre a ellos y a sus sucesores, durante su estancia o paso, la suficiente procuración.

Aunque el Arcediano conocía la ambiciosa y rechazable postura del arzobispo, no hubiera tenido inconveniente en aceptar su visita porque hubiera servido para  mostrarle la auténtica realidad, la innegable dependencia, obediencia y sumisión de las iglesias de Moya al obispo de Cuenca: tal vez hubiera contribuido a reducir su despótica exigencia y a acercar posturas.

El Arcediano Anselmo, ligado a la iglesia de Albarracín de donde seguía siendo canónigo y comprometido con la de Cuenca a la que estaba sirviendo, recibía doble información y, a veces, privilegiada. Gracias a ella, acariciaba la esperanza de que pronto acabaría el conflicto.

El papa Gregorio IX no actuaba con la misma condescendencia que su predecesor Honorio III y, ante las reincidentes peticiones del Primado por aclarar los derechos diocesanos de Moya, después de apartar de la comisión al obispo de Burgos, demasiado inclinado a favor del arzobispo, había nombrado al obispo de Tarazona, García Frontín II, árbitro y juez de la causa y le había otorgado plenos poderes para que, una vez hablado con las partes, no sólo determinara los derechos diocesanos de Moya sino que también estableciera y asignara la jurisdicción a la que tenían que someterse las iglesias que, tras haberse proclamado el arzobispo dueño de ellas, las había incorporado a la diócesis de Albarracín y entregadas sus tierras en feudo a su primo Gil Garcés con menoscabo de los derechos que sobre ellas pudieran corresponderle al obispo de Cuenca y al rey de Castilla, respectivamente.

Su condición de canónigo permanente de Santa María convertía, igualmente, al arcediano Anselmo en la persona más idónea para intervenir e informar al obispo de Tarazona, juez de la causa. Había soportado y aguantado las incongruencias de quienes regían el Señorío y la iglesia de Albarracín y había sido testigo del desconsuelo de tres obispos de Cuenca por la actitud prepotente del Arzobispo Primado de Toledo, encantado abiertamente a favor de la iglesia de Albarracín. Y, si le pareció un desacato la adjudicación de Cañete a esta iglesia, estimaba que mayor desacato supuso, más tarde, por parte de Rodrigo Giménez de Rada atribuirse la conquista de Serreilla, que había sido conquistada nueve años antes por Pedro II de Aragón, para así tener con Santa Cruz y Mira la total jurisdicción sobre el corredor formado en las tierras comprendidas entre el Turia y Cabriel y poder entregar sus iglesias a Albarracín y sus tierras y castillos a su primo Gil Garcés por derecho de conquista. Ello suponía la posibilidad de incorporar a Moya y formar un pequeño señorío independiente a semejanza de Albarracín. Y, si gran consuelo le supuso la reparación del desacato en Cañete con su incorporación a Cuenca, mayor consuelo le supondría la definitiva adjudicación de estas iglesias que, por esa misma razón, tendrían que estar bajo la mitra conquense.

 

Sentado bajo el porche de entrada sobre otro banco de piedra adosado a la pared de la iglesia de Santa María de Moya, como lo hiciera en El Cañigral treinta años antes, el Arcediano contemplaba la espléndida puesta del sol por detrás dela Sierrasde Mira y descansaba satisfecho no de la fatiga y del cansancio del camino sino de la tortura producida  por diez años de disputas. Si no en sus alforjas, sí en el hato de su mente guardaba la complacencia y el gozo inmenso que le había producido el final del conflicto. Había asistido en la iglesia de Santa María a las reuniones convocadas por el obispo de Tarazona, García Frontín II, siguiendo la instrucción papal.

Gonzalo, obispo de Cuenca, y Domingo, obispo segobricense de Albarracín, puntuales a la cita, fueron los primeros que escucharon las recomendaciones de García Frontín que, revestido con la autoridad papal, amenazó severamente con censuras eclesiásticas. Los dos obispos, superados por la dimensión del tema e impresionados por las rotundas palabras del delegado del papa, parecían medrosos. En realidad, aunque tenían que cargar con el problema, no fueron ellos quienes lo crearon y, aunque querían el acuerdo, éste sólo llegaría si el delegado del papa conseguía la renuncia de Rodrigo Giménez de Rada a sus conocidas pretensiones y el noble Gil Garcés abandonara su  feudo. Pero la ausencia de ambos presagiaba el fracaso y creó en los dos obispos una sensación de ansiedad y de impaciencia.

Cuando estaba a punto de aparecer la frustración y García Frontín dispuesto a pronunciar la sentencia de excomunión, el comendador dela Ordende Santiago anunció la esperada llegada de don Rodrigo Giménez de Rada y de su primo, el noble Gil Garcés. La tranquilidad invadió los ánimos de los obispos de Cuenca y de Albarracín. García Frontín enrolló el funesto pergamino y el Arcediano Anselmo salió al encuentro de los retrasados.

 

Ya de noche, el Arcediano dejaba el duro banco de piedra adosado a la pared de la iglesia de Santa María de Moya y, mientras se dirigía a la casa más cercana, que era la suya, bendijo la severidad, la intransigencia y las amenazas de García Fortún, fiel al mandato pontificio, —“facientes quod statueritis auctoritate nostra firmiter observari”— porque, aunque en el reparto obligaran al obispo de Cuenca a renunciar a la iglesia de Santa Cruz, también, el temor a las sanciones canónicas había doblegado la férrea voluntad del arzobispo, dispuesto ahora al total sometimiento y a la renuncia de todas sus pretensiones sobre las iglesias en disputa y sobre Moya. Y, del mismo modo, la doble amenaza que pesaba sobre Gil Garcés, la del papa que le obligaba a renunciar y la del enfado del rey de Castilla dispuesto a acabar con el seudo señorío independiente, determinó que el noble abandonara su feudo sobre Serreilla, Santa Cruz y Mira y se proclamara en Santa María de Moya fiel servidor de su señor Gregorio, por la gracia de Dios papa, y vasallo de Fernando, por esa misma gracia, rey de Castilla y de León.

—¡Bendito miedo, causa tanta paz! —susurró el Arcediano mientras traspasaba el postigo de entrada a su casa.

Dos semanas más tarde el Arcediano lee la carta que el rey Fernando había dirigido desde Valladolid al Comendador dela Ordende Santiago, firmada por el mismo rey, por el arzobispo Giménez de Rada y por dieciocho obispos, entre ellos el de Cuenca y el de Albarracín.

Quia vero villa quae dicitur Moya postmodum populata fuit et portaticum  quod solebat percipi in Caneto, quae nunc est aldea de Moya, percipiatur in Moya, quia portaticum quod solebat percipi in Valeria nunc percipitur in Alarcone.”

 

Su lectura le impresionó y, tras devolver la carta al Comendador, — como hacía siempre que algo le inquietaba — fue a sentarse sobre el duro banco de piedra adosado a la pared, bajo el porche de la iglesia de Santa María.

—¡Cañete, convertido en aldea de Moya, pierde su hegemonía!  —musitó con tristeza el ya viejo Arcediano con la mirada perdida por los pinares del amplio y agreste horizonte.

                                                                                                           

 

                                                                                                  Juglar Solitario